Filomena Martínez falleció una
soleada mañana de abril, o quizá la lluviosa y fría tarde anterior. Lo cierto
es que Margarita, madre de Laura, fue la última persona en verla con vida un
par de días antes. Acudía tres días a la semana a echarle una mano con las
tareas domésticas.
En su última visita la ayudó a
ducharse, barrió y fregó toda la casa, planchó toda su ropa y la guardó en el
armario. Realizó todas las tareas con la diligencia de una buena ama de casa como hubiese dicho su padre.
Resopló y sonrío amargamente cuando este fugaz pensamiento la invadió en forma
de susurro. Giró su muñeca en busca del reloj y observó que todavía le quedaban
poco más de cinco minutos.
Lo cierto es que estaba
orgullosa de haber terminado a tiempo, especialmente porque lo había hecho siguiendo
estrictamente todas las recomendaciones del Gobierno: llevaba unos guantes amarillos
de color fluorescente que había encontrado por casa y que normalmente utilizaba
para realizar la limpieza del hogar, una mascarilla de tela doble que ella misma
había fabricado debido a la imposibilidad de encontrar existencias y como gel
desinfectante utilizaba el alcohol de 96 del botiquín. A pesar de su incómodo y
extravagante atuendo, sabía que era necesario para no hacer empeorar la
situación.
Sin embargo Filomena, con sus casi 87 años opinaba
que todo esto era una patraña y que la juventud tenía demasiado miedo a la
muerte.
-Poco queda que me retenga aquí
ya- escuchaba decirle Margarita cada vez que la visitaba. A pesar de su
pesimismo vital gozaba de un buen estado de salud, salvando algún que otro
achaque fruto del paso de los años.
Fue así como recuerda su última
visita a Filomena y así se lo contó a Bárbara, su única hija, cuando esta la
llamó para contarle que su madre había fallecido.
Su hija Bárbara fue la última
persona con la que habló. La llamó como hacía cada vez que Margarita
acudía a su casa, para saber qué es lo que había hecho durante las dos horas de
trabajo que ella misma pagaba de su bolsillo.
- Lo cierto es que no me comentó
que se encontrase mal – informó al funcionario que tenía al otro lado del
teléfono. – De hecho… Disculpe… - Se secó las lágrimas mientras sollozaba e
intentó destensar el nudo que tenía en la garganta – Carraspeó un par de veces
y tosió, eso sí que lo recuerdo, solía… encontrarse un poco más baja duran…durante
el entretiem...po… - No pudo aguantar más y volvió a estallar dejando olvidado
a su interlocutor sobre la repisa de la cocina.
La sociedad posmoderna nos
empuja al conocimiento, el cual se encuentra cada vez más fragmentado y se nos
presenta como inabarcable en su totalidad. Esto ha derivado en que tengamos que
confiar en el conocimiento ajeno para todo aquello que nos es extraño, y
confiar también en la bondad de los que lo poseen. De esta forma, aceptamos
como verdadero el conocimiento que otros han cultivado, el cual goza de consenso
social pero…
¿Qué sucede cuando no hay
consenso social y el conocimiento que nos es ajeno se presenta como incierto?
Nuevamente, acudiremos al más sabio
de los ignorantes para responder.
En la antigua Grecia, los
llamados filósofos presocráticos
desarrollaron la mayor parte de su actividad intelectual en torno a lo que los
griegos conocían como physis (estudio
de la Naturaleza) y la búsqueda del arché,
esencia primera. A ellos debemos ideas como que
la sustancia primera es la tierra o el fuego o el agua o el aire, o que todos somos parte de
un mismo Ser o que estamos compuestos de Ser y No-ser.
Fue este contexto de
incertidumbre el que dio lugar a su famosa frase Solo sé que no sé nada, la cual puede traducirse como Del mundo físico solo sé una cosa, y es que
no sé nada.
De esta forma, Sócrates hizo
que la ignorancia pasase de posicionarse como lo opuesto al conocimiento a integrarse dentro
de este como el valor de conocer lo que no se conoce.
Así pues, el principio
fundamental de la sabiduría consistiría en el reconocimiento de la propia
ignorancia, pero a su vez, también en reflexionar sobre el propio yo para
conocerse a uno mismo.
El valor de la ignorancia
reside en aceptarla como fuente de conocimiento subjetivo, una especie de limbo
que nos permite observar el conocimiento desde una perspectiva contemplativa,
en la que hemos tomado asiento pero todavía no hemos decidido en que mesa.
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