Todo esto que voy a contar sucedió durante las noches previas al solsticio
de verano.
El sol ya se había posado tras las montañas y la luna se encontraba velada por las nubes. Sin embargo, el Edificio B de la calle Edison brillaba con luz propia en medio de la oscura noche. Desde la acera de enfrente podía verse la ajetreada vida nocturna que llevaba cada uno de sus habitantes.
En la primera planta una mujer de mediana edad cruzaba todo su apartamento con un enorme cesto de ropa mientras en otra de las habitaciones su hijo cerraba la ventana y conectaba el ventilador sin apartar ni un solo segundo la vista de la pantalla.
Sobre ellos un joven en pantalón corto y delantal cocinaba a tres fogones con un desparpajo digno de admirar, volcando cuidadosamente el contenido de la sartén en cada uno de los tuppers que tenía preparados mientras la pantalla del salón proyectaba el listado de películas de estreno.
El último piso del bloque estaba habitado por una pareja de treintañeros. En la cocina, la mujer sacaba del horno dos pizzas y se dirigía hacia el comedor, dónde su pareja planchaba con cierta desgana las camisas y pantalones amontonados sobre el reposabrazos del sofá.
Se encontraban tan inmersos en sus quehaceres que ninguno de ellos se percató que en ese preciso instante poco menos de una decena de personas pasaba por delante del Edificio B. En esos tiempos no era común encontrarse con grupos tan numerosos por las calles y mucho menos a media noche. Niños, adultos y ancianos, que parecían miembros de la misma familia, llevaban cada uno de ellos una llama que les iluminaba en la oscuridad. Avanzaron unos cuantos metros dejando atrás el incandescente edificio y giraron a la derecha hasta llegar a las puertas del ayuntamiento, dónde ante las sorprendidas miradas de unos pocos y las risas de muchos dejaron las velas y volvieron a casa.
A la noche siguiente el mismo grupo, que parecía haber aumentado en dos o tres miembros, pasó nuevamente por delante del brillante edificio en el que sus ajetreados moradores se entregaban con esmero a las labores del hogar. La pintoresca procesión pasó nuevamente inadvertida frente al Edificio B, y portando cada uno de los miembros una vela, siguieron el mismo recorrido que la noche anterior. Las risas que de fondo les acompañaron quedaron atrás a medida que llegaban a su destino, dónde tres personas más aguardaban su llegada sujetando una vela que esperaba ser encendida.
Los recién llegados ofrecieron sus llamas y una vez prendidas juntaron todas las velas en el centro de la pequeña plaza y se sentaron alrededor de estas ante la atenta mirada de curiosos y extraños.
La plaza donde se encontraba el ayuntamiento parecía menguar noche tras noche mientras que la nocturna procesión continuaba aumentando. A medida que avanzaba por las silenciosas calles, se iban uniendo a ellos los que en la oscuridad de los portales aguardaban pacientemente su llegada asiendo entre sus manos una vela que esperaba ser encendida.
Trascurrida una semana ya superaban el centenar las llamas que iluminaban las oscuras calles; las cuales iban aumentando a medida que avanzaban rompiendo el silencio con el devenir resonante de sus pasos. Sin embargo, el Edificio B de la calle Edison seguía ajeno a todo lo que había sucedido durante las noches anteriores. Las llamas de todas aquellas velas pasaban inadvertidas por la luz que brotaba de cada una de las ventanas. El sonido de la marcha quedó ensordecido por el del aire acondicionado del tercer piso, la ruidosa secadora del segundo y la aspiradora que pasaba una sudorosa mujer en el primero, mientras su hijo, acompañado de dos ventiladores que movían su pelo en todas direcciones, reía a carcajadas en la habitación contigua.
Esa séptima noche el abultado grupo que acababa de recorrer las calles se encontró con una bulliciosa plaza que aguardaba su llegada. En el centro de esta, había acumulados cartones y maderas que ante el descontento de los recién llegados acabaron prendiendo con las llamas que estos habían portado.
La mayor parte de los allí reunidos se sentaron como habían hecho las noches anteriores, rodeando la chisporroteante hoguera mientras el resto permaneció en pie sujetando las velas. De repente, luces azuladas y un sonido ensordecedor envolvió la plaza trayendo consigo sombras envilecidas, que atraídas por el fuego, comenzaron a golpear sin previo aviso.
El ruido de las sirenas cubría con su manto los gritos y suplicas de los cuerpos que yacían sobre los adoquines. Las tenues llamas de las velas desparramadas por toda la plaza eran pisoteadas con su exultante presencia, interrumpiendo el frenético ritmo de la golpiza a la cual volvían con más vehemencia.
Cuando el último de los allí presentes salió arrastrándose lastimosamente de una patada en el costado, las despiadadas sombras adquirieron el semblante de los que hacía tan solo un instante suplicaban clemencia. Durante ese instante dejaron de ser sombras, y la enorme hoguera reveló una docena de rostros desencajados, sudorosos y salpicados en sangre que buscaban desconsoladamente entre los presentes una mirada de consuelo. La sirena dejó de sonar y las luces se apagaron, pero la mente de aquella docena de sombras convertidas en hombres que se erguían como estatuas desgarradas se encontraba lejos de allí.
La brisa nocturna balanceaba suavemente la enorme llama que prendía en el centro de la plaza, que parecía ser lo único con vida en el lugar. De repente, una áspera voz rompió el silencio incandescente y recordó a aquellas estatuas que eran hombres, los cuales volvieron a erguirse y a recuperar su semblante inexpresivo mientras marchaban sintiendo el reconfortante calor de la hoguera en sus espaldas que proyectaba frente a cada uno de ellos alargadas sombras que fueron desapareciendo a medida que abandonaban la plaza.